Sobre aguas servidas y epidemias:
cuando la historia vuelve a repetirse.
Cuando acontecen una serie de tragedias tales como la
de las últimas inundaciones en la Ciudad de Buenos Aires y La Plata y luego de
morir inocentes, se descubren las miserias humanas, los clientelismos,
oportunismos políticos y la falta de acciones del poder público; da la
sensación de que la historia vuelve a repetirse, aunque pocos se acuerden. Es en esos momentos que se percibe la
ausencia, también, de los historiadores.
Es por ello que el presente artículo no solo pretende informar y establecer
algunos paralelismos, sino llamar la atención sobre la ausencia de
historiadores comprometidos con el pensamiento crítico.
“Los amagos de fiebre amarilla, las
recientes inundaciones, alarmando justamente al pueblo, le han impulsado a
dirigir su voz a la Corporación pidiendo se tomen las medidas necesarias y
urgentes para remediar los funestos males de que está amenazado, y la
Municipalidad fijando la vista en sus arcas, tiene que cruzar los brazos y
permanecer impasible y sorda hasta el clamor que hasta a ella llega...” Diario La
Prensa, Editorial del 2 de abril de 1870.
Corría el año
1870, cuando el presidente Domingo Faustino Sarmiento, a cargo del ejecutivo
nacional, rechazó, conjuntamente con el gobernador de Buenos Aires y quien
estaba a cargo del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, una serie de medidas
tendientes a evitar la propagación de un mal común para aquellos días: la
fiebre amarilla.
La misma es una
enfermedad virósica y contagiosa, transmitida originalmente por la picadura de
un mosquito que prolifera en aguas estancadas.
Cuando una persona se encuentra expuesta a la misma, ésta se propaga por
contagio a pasos agigantados y en pocos días produce la muerte de casi el 50%
de los infectados.
Las condiciones
de salubridad de la capital de la Argentina eran bastante lamentables: no
existía un sistema ampliado de cloacas y se carecía de agua corriente, por lo
que los aljibes se contaminaban con las aguas servidas que se filtraban por las
napas, desde los pozos ciegos. A esto
había que agregarle que las heces y la orina no solamente venían del subsuelo,
sino que, si uno se descuidaba, podía recibir un baño de aquellos fluidos que
los vecinos arrojaban por las ventanas al grito amenazador de “agua va”. Para peor, el riachuelo se contaminaba
continuamente por los residuos de los saladeros. La suma de estos factores
permitía tanto la proliferación del mosquito, así como la generación de bajas
condiciones higiénicas que debilitaban a la población.
Para fines de
enero de 1871 tres personas murieron de fiebre amarilla en el barrio de San
Telmo, pero el gobierno, negándose a escuchar a los facultativos que advertían
sobre el posible comienzo de una epidemia, desestimó el hecho que había
producido las muertes y sin darle importancia mayor al tema, siguió con la
organización de los festejos del carnaval.
Con el correr de
las semanas los muertos pasaron de 5 a 8 por día, contándose de a decenas para
el mes de marzo y centenas en el mes de abril.
El pico máximo llegó a darse entre el 10 y el 14 de abril, llegando a
unos 500 por día; el mismo 14 se tuvo que habilitar un nuevo cementerio, ya que
no había donde enterrar tantos cadáveres, sería el de la Chacarita.
El Estado y los medios de comunicación
Los
representantes del pueblo, entiéndase los diputados y senadores, optaron por
tomar medidas rápidas… la mayor parte de ellos salió de la ciudad
precipitadamente, así como lo habían hecho el Presidente de la República, sus
cinco ministros y los integrantes de la Corte Suprema.
Como no existían
Facebook, Twiter, ni los mensajes de texto, fue la prensa quien convocó a los
vecinos de la ciudad. Fue así como se
reunieron unas 8000 personas en lo que hoy es la Plaza de Mayo y decidieron
conformar una Comisión Popular que, luego de exigir varios puntos al gobierno
se organizó para capear la situación.
Entre ellos se encontraban José Roque Pérez, Adolfo Argerich, Evaristo
Carriego, Carlos Guido Spano y Bartolomé Mitre (los dos primeros pagarían con
su vida el haber intentado ayudar, mientras que Mitre sobreviviría luego de
contraer la enfermedad).
Los poderes del
Estado habían abandonado a la población a su suerte, pero la Comisión Popular
se organizó para combatir el mal con el apoyo de unos pocos médicos, la policía
y la Iglesia local.
Un papel
destacado tuvieron las Hermanitas de la Caridad de San Vicenta de Paul, quienes
dejaron sus labores y se dedicaron al cuidado de los enfermos y la atención de
los desamparados cuyos familiares habían perecido en la epidemia. Muchos sacerdotes se destacaron por su labor
en tiempos de anticlericalismo, logrando cierto reconocimiento de quienes se
oponían al avance de la iglesia. Este fue el caso de las mismas Hermanitas, del
cura Eduardo O´Gorman (hermano de Camila O´Gorman) quien fundó el Asilo de
Huérfanos y del propio Arzobispo Federico Aneiros, quien enfermó durante los
trabajos de ayuda, perdiendo a su hermana y a su madre.
Ricos y pobres.
El gobierno solo
prohibió los festejos del carnaval cuando la fiebre amarilla, conocida como
“vómito negro”, llegó a los barrios de la gente acaudalada. A pocos les importó
cuando comenzaron a morir los inmigrantes y los pocos afroargentinos que
quedaban en los conventillos de San Telmo, o cuando a alguien se le ocurrió que
la culpa de la epidemia había sido de los inmigrantes italianos y las fuerzas
públicas se ensañaban con ellos.
Cuando la “gente
bien” vio la muerte de cerca, en las veredas de sus casas, las autoridades
comenzaron a actuar y decretaron los feriados y el cese de las actividades en
la Ciudad.
Al mismo tiempo
que cercaron Barrio Norte para que no lleguen hasta allí los infectados ni
quienes buscaban refugio, entraron en los conventillos con el ánimo de
desinfectarlos, quemando los muebles y clausurándolos. El problema fue que gran cantidad de la gente
que los habitaba, en su gran mayoría inmigrantes, ni siquiera hablaba español;
es por esto que la entrada por la fuerza de hombres armados, que gritando
órdenes incomprensibles arrojaban sus pertenencias al fuego, generó varios
desmanes que concluyeron en hechos de violencia entre los que hubo que contar
heridos y algunos muertos.
Para peor, la
requisa tuvo un efecto desvastador en sanos y enfermos, ya que la gente no
solamente perdía todas sus pertenencias, sino que, luego de ver sus casas
cerradas y sufriendo el estigma de haber sido los causantes del mal,
deambulaban por las calles cerradas sin oportunidad de ganar un salario, mal
nutridos, sucios y cayendo como moscas en las veredas, envueltos en vómitos de
sangre.
Los aprovechadores
Como en toda
desgracia que se precie, hubo todo tipo de clase de gente conviviendo con
ella. Si bien no fue momento de
clientelismos políticos ni pecheras partidarias, ya que la mayoría de los
políticos en ejercicio de sus funciones huyeron de la ciudad o se refugiaron en
los barrios nobles, muchos aprovecharon la coyuntura para ganar unos pesos
extras. Tal fue el caso de los cocheros
cuyos servicios fueron requeridos para ayudar en el transporte de los muertos
(los 40 coches fúnebres que había no daban abasto), quienes cobraban cifras
astronómicas para transportar los ataúdes; o el de quienes vendían las
medicinas mínimas necesarias para tratar las sintomatologías de los afectados.
Inclusive, luego
de la desgracia, muchos aprovecharon para realizar emprendimientos
inmobiliarios fijando precios a partir de la necesidad del prójimo: en una
publicidad que salió en el diario La Nación del 4 de marzo de 1871, se vendían
terrenos en Floresta "Para pobres y ricos (…) a los que nunca
llegarán ni el cólera ni la fiebre amarilla”.
Otros, como el Doctor Ernesto
Martín, comenzaron a vender una serie de recetas científicas para superar la
fiebre amarilla, como el “Modo sencillo para curarse a uno mismo”, por el valor
de 5 pesos.
Aprendizaje
Luego de acabada la epidemia, el
saldo contabilizado fue de aproximadamente 14.500 muertos sobre una población
total (estimada) de 180.000 habitantes.
Un par de años después, se comenzaron a realizar obras de saneamiento en
la ciudad: agua, cloacas, empedrado, un puerto moderno, iluminación, teléfono,
tranvías y otras.
Ya se podía comenzar a descansar
en paz, porque el Estado se había hecho cargo de lo necesario y los políticos
probablemente habían aprendido de las advertencias de la prensa, los profesionales
y la misma desgracia. Seguramente el
futuro no permitiría que se vuelvan a vivir epidemias ni inundaciones.
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